«Małgorzata Dziewulska -recoge Jacek Marczyński en este artículo- escribió en la revista “Ruch Muzyczny” (“Movimiento Musical”) tras la muerte de George Balanchine: “En un espectáculo donde no existe ninguna otra intención que el deseo de que la música se vuelva visible, ningún otro tipo de expresión más que la alegría del movimiento, ni otro esfuerzo que no sea el esfuerzo de construir, puede parecer que le falta algo. Hay algo estéril que, despojado de la gran maestría de Balanchine, puede resultar fatigoso. Y hay además una especie de huida del argumento en el sentido teatral de la palabra”. Aun entendiendo la validez de estos reparos, es necesario sin embargo reconocer que Balanchine abrió un nuevo camino para el ballet clásico por el que siguieron muchos coreógrafos del siglo XX. Los más destacados iniciaron un diálogo creativo con sus ideas, lo que ha permitido que el arte del ballet siga desarrollándose.»
Por Jacek Marczyński para el Teatre Liceu
Su vida transcurrió en una época en la que surgiría, para florecer después, el llamado arte moderno, y que se marchó con él, pues tras la muerte de George Balanchine comenzó el del juego posmodernista de las convenciones. Sin embargo, durante su trayectoria creativa de seis décadas, no solo condujo intactos los ideales clásicos de belleza a través del tormentoso siglo XX , sino que, aún más, les confirió un nuevo sentido
Nacido en 1904 en San Petersburgo, Georgi Melitonovich Balanchivadze, que ya de adulto se convertiría en George Balanchine, estaba sin duda excepcionalmente bien preparado para el papel de continuador de la tradición. Alumno de la famosa Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, baluarte mundial del ballet clásico, aprendió en ella «una estricta disciplina artística, las reglas clásicas del arte y el respeto por una tradición bicentenaria», como él mismo lo describió al cabo de los años. La clásica Chopiniana de Fokine, vista en su temprana juventud, causó en él una profunda impresión, mientras que ver la danza improvisada de Isadora Duncan le producía verdadera aversión. Nunca comprendió ni aceptó en el arte tal grado de arbitrariedad y espontaneidad.
La música es lo más importante
Ya en sus años escolares adquirió también habilidades y conocimientos que le distinguían de decenas de otros coreógrafos y que desempeñaron en su arte un importante papel. Su padre, Meliton Balanchivadze, era compositor y se preocupó por la educación musical de los hijos; Georgi, pues, ya a la edad de cinco años comenzó a recibir clases de piano, y en los años posteriores estudió piano y teoría de la música en el Conservatorio de Petrogrado. Esto le permitía dialogar cómodamente con directores y compositores, así como leer partituras, e incluso en su juventud llegó a escribir en alguna ocasión la música para sus primicias coreográficas.
Varias personas ejercieron una gran influencia en su vida. La primera de ellas fue el legendario fundador de los Ballets Russes, Serge Diaghilev, descubridor de talentos y excelente empresario. Se conocieron en Francia en 1924; fue en su agrupación donde Balanchine (pues tal era el apellido adoptado por él entonces) se reveló como un maduro coreógrafo. Años después, en Complete Stories of the Great Ballets «Con Diaghilev aprendí a reconocer lo que es grande y valioso en el arte, desarrollé la capacidad de analizar una obra artística por sus auténticos valores, y al final aprendí a ser yo mismo, a hacer aquello a lo que me induce mi sentido artístico, en definitiva, a ser un artista».
En los Ballets Russes conoció a Igor Stravinsky, gracias al cual comprendió lo que debería ser la claridad estilística y hasta qué punto es importante seleccionar rigurosamente las ideas que conducen, entre muchas variantes, a elegir una únic a e inevitable. Trabajando con Stravinsky observó que los gestos en la danza, de manera semejante a los sonidos en la música, están íntimamente relacionados entre sí de muchas maneras, y su secuencia armoniosa asegura al ballet la unidad de forma. En cualquier caso, siempre repetía que la música le había enseñado más que ninguna otra cosa. En el trabajo, daba pues prioridad al compositor; estudiar la partitura le llevaba más tiempo que el trabajo relacionado con la propia coreografía. Dedicó tres años a profundizar en el estudio de la música de Mozart y en 1952, en tan solo tres días, compuso el balletCaracole basado en ella.
Edificio que se erige en movimiento
El fruto de la cooperación con Igor Stravinsky fue Apollon Mussaète . En opinión de muchos críticos, su estreno parisino en 1928 marca el inicio de la época del ballet neoclásico. Ante un público acostumbrado a la narración de una historia , Balanchine presentó una suite compuesta por solos y dúos en la que el único atisbo de acción era el viaje de Apolo con las musas al Olimpo. En vez de una narración, nos encontramos con una especie de abstracción del ballet que se convertiría en el rasgo dominante del arte coreográfico de Balanchine. Fue también por entonces cuando, animado por el escritor americano Lincoln Kirstein, se trasladó a los Estados Unidos y allí, durante el siguiente medio siglo, fundaría sucesivas escuelas y agrupaciones, entre las que se encontraba la más importante de to das, el New York City Ballet.
Sobre todo creaba ballets de una única pieza, desprovistos de fábula. Sustituía la acción por un solo tema, pensamiento o sencillamente, un estado d e ánimo, que quería describir a través de la danza. Sus coreografías se caracterizan por la transparencia de la composición y la excelencia en el estilo. Balanchine respeta la estructura, el orden, la armonía, las proporciones y simetrías tradicionales. La claridad, consecuencia y sobriedad en la expresión nos hacen pensar en la sencillez de las obras de Bach o Mozart. Mantiene los principios fundamentales de la técnica clásica, pero a la vez los transforma libremente renunciando a vacíos efectismos en favor de la fusión de la danza y la música. El espectador tiene la certeza de que cada paso, movimiento o giro del cuerpo del bailarín se produce exactamente en el momento en que debiera ocurrir. Todo lo que desentona en los ballets mediocres –una posición artificial del cuerpo, una postura forzada y afectada–, en Balanchine resulta natural y poéticamente bello.
Pues él, siendo fiel a los cánones clásicos, lo dep uraba a su vez de los síntomas de manierismo que comenzaban a destruir, como las malas hierbas, el arte del ballet a finales del siglo XIX.
Una de las obras más famosas de Balanchine es el Concerto Barocco sobre la música del Concierto para dos violines en Re menor de Johann Sebastian Bach, realizado en 1941 en Nueva York con la compañía The American Ballet. Se trata de una coreografía sencilla complicada a un tiempo; comienza como un rutinario ejercicio de danza, para convertirse progresivamente en un complejo edificio cuyo carácter queda determinado por la estructura de la obra de Bach. Es un edificio que se erige en movimiento, y gracias a Balanchine, el espectador no escucha la música, la ve.
«Durante los ensayos del Concerto Barocco -recordaba la bailarina de Balanchine Patricia Neary, invitada al Gran Teatro de Varsovia en 1985 – dio instrucciones al pianista de que tocara de la partitura solo la parte de bajo para los bailarines que ejecutaban precisamente esa línea melódica de la composición. Enseñaba también a las dos solistas de qué manera debían, en cambio, realizar la parte de los dos violines concertantes (el pianista tocaba esta vez sin bajo continuo). Música, movimiento, ritmo, energía, danza –todo se desarrollaba simultáneamente.»
El gran arte de Balanchine, fallecido en 1983, sigue siendo poco conocido por parte del público polaco. De toda su obra, solo se ha representado en Varsovia un ballet, Serenata (Gran Teatro- Ópera Nacional de Polonia, 1985, 2004). Ocasionalmente, alguna de sus coreografías llega hasta Polonia de la mano de una compañía extranjera ; la última vez fue con el Ballet National de Marsella, invitado en 2007 a los Encuentros de Ballet de Łódź.
La danza no es solo danza
La única emoción que Balanchine nos quiere transmit ir en el Concerto Barocco, es la alegría que se desprende del movimiento, el puro placer de la danza. No obstante, permanece una pregunta: si un autor tan perfeccionista como él sigue ejerciendo su influencia sobre otros artistas. Este perfeccionismo artístico, ¿no será motivo de desaliento para aquellos que temen no estar a la altura de los ideales del maestro? Merece la pena citar aquí también la opinión que en su día expresó Małgorzata Dziewulska en la revista «Ruch Muzyczny» («Movimiento Musical») tras la muerte del coreógrafo: «En un espectáculo donde no existe ninguna otra intención que el deseo de que la música se vuelva visible, ningún otro tipo de expresión más que la alegría del movimiento, ni otro esfuerzo que no sea el esfuerzo de construir, puede parecer que le falta algo. Hay algo estéril que, despojado de la gran maestría de Balanchine, puede resultar fatigoso. Y hay además una especie de huida del argumento en el sentido teatral de la palabra». Aún entendiendo la validez de estos reparos, es necesario sin embargo reconocer que Balanchine abrió un nuevo camino para el ballet clásico por el que siguieron muchos coreógrafos del siglo XX –es suficiente mencionar a Hans van Manen de Amsterdam o a Uwe Scholz, prematuramente fallecido, que desarrollaba su carrera en Zúrich y más tarde en Leipzig. Los más destacados iniciaron un diálogo creativo con sus ideas, lo que ha permitido que el arte del ballet siga desarrollándose.
La mejor muestra de ello es el presente estreno, en el que diferentes coreógrafos se reúnen entorno a la música de Bach. De la línea neoclásica holandesa de Rudi van Dantzig y Hans van Manen surge precisamente el arte de Krzysztof Pastor. Cierto es que gusta de las composiciones narrativas que desmienten la famosa frase de Van Manen, según la cual: «la danza es solo danza». Por otro lado, no huye del ballet abstracto, lo que queda demostrado por la obra Light and Shadow, inspirada también en la música de Bach y que puso en escena por primera vez en el año 2000 en el Het Nationale Ballet. Como por arte de magia, hace aparecer en él su visión del mundo barroco, pero también encontramos aquí un rasgo característico que Krzysztof Pastor añade a las reglas neoclásicas, reglas que exigen al coreógrafo un esmero en la exposición de la belleza del cuerpo humano, elegancia del movimiento y fluidez del gesto. Uno de los aspectos estilísticos más importantes en los ballets de Pastor es, sin duda, su gran emotividad. Por ello, incluso cuando crea una composición abstracta, esta debe tentar al espectador, no solamente con la perfección de su forma, sino también –y quizá por encima de todo– influyendo en sus emociones.
La narración escondida en la danza
Otro interesante ejemplo de superación de las reglas neoclásicas lo constituye la obra del holandés Ed Wubbe, director del Scapino Ballet de Rotterdam. Ya en uno de sus trabajos más el ballet Rameau de hace veinte años, mostraba de qué forma tan interesante pueden conjugarse la técnica clásica y la libertad de la danza moderna. En los dúos de esa coreografía se produce una especie de choque entre dos actitudes: la solista es como una bailarina clásica –quiere que la ligereza de la danza la lleve hacia arriba; su compañero, por el contrario, la atrae incesantemente hacia abajo, cerca de la tierra.
A Wubbe le gusta jugar con distintas convenciones; en Olé lo hace con la danza española. Sus coreografías están repletas de una intensa expresión; permite también un cierto margen de libertad a sus bailarines y, a su vez, tiende, en la danza, a dar protagonismo a los hombres. Balanchine, en cambio, creaba sobre todo para las mujeres, a las que adoraba tanto en la escena como en la vida. No en balde tuvo cuatro esposas y numerosas musas. Su compañía estaba dominada por las bailarinas y en las coreografías creadas por él destacan los solos y dúos femeninos. Balanchine solía decir que «la misión del hombre es servir a la mujer». Ed Wubbe, por el contrario, creó su ballet The Green con música de la obertura de la Pasión según San Juan de Bach– para siete bailarines.
El cuarto participante en este proyecto del Ballet Nacional Polaco en torno a Bach es Emil Wesołowski. Se trata de uno de nuestros artistas más experimentados, creador de numerosos espectáculos de carácter narrativo; autor, entre otros, de una versión propia de Romeo y Julieta, El mandarín maravilloso, Harnasie o La consagración de la primavera. Entre los coreógrafos polacos, es quizás el que más profundamente se ha sumergido en las grandes tradiciones neoclásicas, aunque la fuente de su inspiración no debe buscarse en los logros de Balanchine. Le resulta más familiar la tradición del ballet inglés de Frederick Ashton y, en especial, la de Kenneth MacMillan o John Cranko. Las une a su propia experiencia en el teatro dramático, gracias a lo cual sus obras se caracterizan por la concisión y claridad narrativa. Tras el monumental Espartaco que realizó en la Ópera Nacional en 2006, vuelve ahora a esta escena con una composición coreográfica más modesta . Será interesante comprobar si en esta ocasión veremos a un Emil Wesołowski distinto al que ya conocemos.
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